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Mi trabajo es placentero y no, no cualquiera puede hacerlo: ya págame

Gran parte de nuestra economía se mueve gracias a personas que generan valor con lo que hacen para otros que se quedan con las ganancias. ¿Te suena?



(Imagen: Shutterstock)
28 enero, 2020

Esto lo entenderán los diseñadores gráficos (“hazme mi logo, ni te vas a tardar”), músicos (“ahí está el piano, toca algo para animar la fiesta”), artistas plásticos (“mi sobrino de tres años pinta igual o mejor que tus cuadros”), guionistas (“nos das el guión, lo filmamos, y te pagamos cuando la película se estrene”), fotógrafos (“si nomás le das clic a la cámara y ya”), actores (“ella ni actuó, fue puro casting, sólo se representó a sí misma”), modelos (“te pones ahí y ya, ni que fuera tanta cosa”), traductores (“chécame a ver si esta traducción está bien, por fis”), arquitectos (“no te vamos a pagar a menos que ganemos el concurso”) y en general todos los incautos que creyeron en el proyecto visionario de un emprendedor sin fondos.

Con más frecuencia de la tolerable, la vida te pone enfrente a personas que se adjudican habilidades que no tienen y de las que comprenden mucho menos. Basados en la creencia muy equivocada de que para ciertos saberes no se necesita mayor preparación, estos ignorantes empoderados toman decisiones como si supieran lo que hacen. Lo creen firmemente y, lo peor: no entienden que no entienden. Tienen esa idea culpógena y errada de que lo placentero no puede ser un trabajo serio, lo que les refuerza la creencia falaz de que dedicar las horas laborales a hacer cosas agradables y felices no merece ser bien remunerado.

Esto no pasa en todos los campos del conocimiento. Hay profesiones que, en su aparente complejidad, parecerían resguardadas de idiotas. Nadie en su sano juicio sustituiría al piloto de una aeronave. Aunque nuestras vidas están en sus manos lo dejamos maniobrar sin opinar si está bien o mal la altura que tomó, la velocidad o el ángulo de despegue. Confiamos ciegamente. Lo mismo con los abogados, los médicos, o los contadores: es mejor acatar sus recomendaciones; lo contrario puede salirnos muy caro.

Sabemos que la cantidad de profesionistas que malaconsejan a sus clientes es elevadísima. Por eso, ante casos de riesgo pedimos una segunda y una tercera opinión… y al final confiamos ciegamente. Que el experto decida.

Los likes no me los aceptan en el súper, señor

Yo, que soy escritor, puedo dar fe de que mi profesión suele ser desdeñada. La idea común es que todos aprendimos a leer y escribir a los seis o siete años y que, a lo largo de la vida, hemos leído algunas decenas de libros. Por lo tanto cualquiera puede escribir un libro o editar una revista, ¿o no?

Es ofensiva la cantidad de personas que me han dicho que escribir un artículo o una novela es fácil. Creen que se puede armar un buen artículo periodístico en ¡sólo dos horas! (y, hecha la aritmética, en una jornada laboral de ocho horas se pueden escribir tranquilamente cuatro artículos). Ni hablar de los empresarios que te publican gratis a cambio de “proyección“ en sus redes sociales.

Admito que yo mismo de repente lo pienso: “Escribir me gusta tanto que hasta pagaría por hacerlo”. Que me paguen por lo que disfruto lo veo injusto hacia quienes sí deben de hacer cosas enfadosas para ganarse la vida. O también: “Para qué me engaño: cualquiera puede escribir”. Lo que se me olvida es que llevo unas tres décadas completas dedicándome a darle al teclado de mi computadora. Mínimo por el tiempo destinado a ello, ya colecciono miles de mañas que me facilitan acumular palabras en sus renglones. Mañas que poca gente tiene.

La realidad me rescata de mi derrotismo cuando me pongo a editar textos ajenos o cuando doy clases de escritura. Enfrentado a las líneas de otros autores, o ante los titubeos de mis alumnos —que son de todas las edades y niveles educativos— me doy cuenta de que saber escribir bien es una rareza (y más en este país que desdeña la lectoescritura en la educación básica).

Por escribir no me refiero a la ortografía y redacción (que no sobra; tampoco está de más tener bonita letra). Eso es el prerrequisito, pero se puede pasar por alto. He recibido textos con ortografía y redacción rupestres que con edición profunda y corrección de estilo, ganaron premios. Por otra parte, he recibido textos impecables en redacción y ortografía, pero no eran más que palabrería vacía y, por respeto al lector, preferí no publicar. La buena escritura no es cualquier cosa. Por eso dan el Nobel.

La culpa de trabajar por placer

En los estadios suele haber distancia entre las gradas y el área donde está el director técnico. De otro modo, los aficionados lo aplastarían con sus opiniones multitudinarias… contradictorias y, ni modo, inexpertas. No en todos los casos hay esa barrera: la andanada de los idiotas no se detiene ante los saberes y disciplinas que son placenteros y dan la impresión de que son fáciles. Los que han alcanzado la perfección en hacer enchiladas saben que no cualquiera sabe hacerlas. Aún así, muchas personas piensan que ciertos trabajos son como hacer enchiladas y, por tanto, se puede regatear el precio.

La otra teoría detrás de esto es que esos ignorantes empoderados saben perfectamente lo que están haciendo al denostar el trabajo ajeno: conseguir mano de obra calificada barata o gratuita. Queda en los que trabajamos detectar a esos charlatanes y rechazar sus atractivas ofertas de trabajo en condiciones de esclavitud disfrazada del placer que da hacer algo que nos gusta.

Sigue leyendo más de este autor: ¿Por qué no me gusta nada el éxito individual?


Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.

El Contribuyente es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.

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