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¿Por qué no me gusta nada el éxito individual?

Las ideas de triunfo y fracaso encierran algo muy tóxico, pero estamos tan embebidos en la competitividad y el individualismo que nos parecería atroz explorar otros caminos.



13 enero, 2020

Tengo problemas con el concepto de ser alguien exitoso o triunfador. No lo digo porque yo lo sea: es más, digamos que no lo soy. Pero si te consideras una persona de éxito (o no), deberías leer lo que sigue.

El éxito me da tanta incomodidad como lo que implica la idea de ser alguien fracasado. Desde luego, los evangelizadores del emprendedurismo y la motivación han llegado al extremo de decir que no existe tal cosa como el fracaso, sólo las experiencias y los aprendizajes. Está muy bien, muy positiva y optimista esa visión. El problema es a dónde lleva esa narrativa. ¿Para qué sirve el fracaso, dirán estos apóstoles? Para llegar al triunfo, responden.

El cuento es el mismo y aburre: la persona exitosa, antes de ser la semidivinidad que es ahora, se arriesgó, se esforzó, pasó por un montón de fracasos, pero eventualmente logró aprender de sus errores y ahora, admiren su éxito. Algunas tantas veces el relato de la persona exitosa es más sencillo: nació en un entorno privilegiado y aunque fracasó muchas veces no importó porque tenía un enorme capital de respaldo; a fuerza de intentarlo, y con la ayuda de sus contactos, influencias y atajos sociales, hoy es alguien admirable. Ambos caminos terminan en vivieron felices para siempre.

La narrativa binaria de los triunfadores y los demás

Las palabras éxito y fracaso han instaurado una narrativa binaria poco conveniente para la salud mental y social. Hay muy poco de triunfo o de éxito en basar nuestra vida en esos términos.

El éxito es, además, una abstracción que implica un montón de variables. Nadie a ciencia cierta puede definirlo. Autoproclamarse como alguien “exitoso” o “triunfador” es por lo menos impreciso. Implicaría que se han cumplido las expectativas en todas las variables de la vida. ¿Pero las expectativas de quiénes? ¿Por qué esas expectativas? ¿Cuál es el parámetro? ¿A quién le importan?

La narrativa del éxito y el fracaso justifica la jerarquización de la comunidad: que los triunfadores asciendan a la cúspide; de los fracasados olvidémonos. No importa que sean la base de la pirámide que sostiene esa cúspide, pues sin ese número de gente mediocre no habría tal cúspide (pues no habría contra qué destacar) y todo se derrumbaría en su vanidad absurda. Los que se asumen triunfadores (ternuritas), viven en relación de amor-odio hacia sus bases: dicen amarlos (porque necesitan sus likes, su dinero, su aprobación, y hasta su medianía para poder sentirse superiores), pero al mismo tiempo los desprecian: interponen su narrativa del premio a su esfuerzo para justificar la altura de su pedestal.

En un juego de poder perverso, las bases viven fascinadas por esas figuras triunfadoras. Las glorifican y, al hacerlo, las petrifican y acartonan, las alejan de la vulnerabilidad humana. Los triunfadores parecen monumentos vivientes. Por eso el escándalo de saber que alguien ya entronizado cae, o entra en decadencia: porque contradice la imagen de cartón de los próceres. Pensemos en un Maradona, un Carlos Ghosn, una Rosario Robles, un Luis Miguel. Nos da morbo su descomposición, su derrumbe.

Y no nos olvidemos de criticar los “logros”

No es el esfuerzo sino el propósito lo que lleva a los logros. (Estuve a punto de caer en la trampa y poner “lo que lleva al éxito”.) Hablar de logros tiene la ventaja de que estos son específicos, medibles y, por tanto, indiscutibles. Pero, a pesar de su especificidad y concreción, este término también es inconveniente: los logros están libres de responsabilidad, de contexto ético o moral. Lograr algo es llevar a término un propósito, no importa qué tan insensato o criminal sea. Logré acabarme la pizza yo solo en 28 minutos y sin darle a nadie una rebanada, cabe perfectamente en esta definición. No importa que luego ese logro me inflame el aparato digestivo, y mi conteo de calorías para ese día incremente mi sobrepeso.

También tengo problemas con el concepto de fracaso en todas sus acepciones: como derrota y como su conversión en automático a experiencia de aprendizaje. ¿De qué se fracasa? ¿De no conseguir el logro? Salvo excepciones aleccionadoras, casi todos los fracasos no tienen enseñanza alguna, salvo la que dice que la suerte, el frío azar, determina la mayor parte de nuestro destino. Incluso hay fracasos tan contundentes de los que recuperarse en el lapso de una vida ya es imposible. ¿Ahí qué se aprendió? Es fácil hablar de triunfos y logros, cuando el azar te ha favorecido, cuando aún no has tenido el tiempo suficiente para equivocarte espectacularmente y con consecuencias irreversibles. Fracasar para caer en tu cómoda red de seguridad no debería ni siquiera de contabilizarse. Creer en las historias de los vencedores tampoco es siempre aleccionador si consideramos el porcentaje de suerte pura y gratuita.

Si el éxito y los logros son tan despreciables, ¿qué sigue?

De poco sirve el desmontaje de una narrativa sin proponer algo que lo remedie. En lugar de hablar de éxitos, de fracasos, de logros, de experiencias y de aprendizajes, tal vez convenga cambiar los parámetros de las cosas. Desmontar la narrativa de los triunfadores como seres superiores al resto. Desmontar la narrativa de los fracasados como seres inferiores. Desmontar la idea de expectativas sobre las personas en términos de lo que debe de ser.

La humildad es un buen comienzo. No hablar más de éxitos, de fracasos o de aprendizajes. Todo es proceso, el incesante camino de la búsqueda de la verdad y el perfeccionamiento. Es mejor ambicionar otro tipo de logros, como los que caben en el marco ético y de regeneración del tejido que las narrativas tóxicas de la competitividad han destruido. Los logros insensatos, criminales, individuales o simplemente superficiales (como los logros financieros o de la celebridad gratuita) deberían despreciarse como tales. Incluso darles una palabra más justa para nombrarlos: pseudologros.

El esfuerzo debiera de ser por el bien común, no el individual. Desde nuestra perspectiva individualista, eso suena horrible. Pero dejo aquí la pregunta abierta: ¿qué tal que la postura humilde y generosa, tan en descrédito en nuestra civilización occidental e individualista, no estaba equivocada?

Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.


El Contribuyente es un medio plural que admite puntos de vista diversos. En tal sentido, la opinión expresada en esta columna es responsabilidad sólo del autor.

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