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Ningún astrólogo adivinó la pandemia, ¿entonces por qué la gente los sigue consultando?

…o haciéndose lecturas de tarot, o de las manos, o de caracoles, o del i-ching. La incertidumbre por conocer el futuro está siendo un gran negocio, o una gran estafa.



29 junio, 2020


 
En la primera década de este siglo, yo me leía con frecuencia el tarot y tiraba las monedas para que el i-ching me diera un diagnóstico. No era de ninguna manera un experto en esas artes, pero el útil manual que acompañaba al paquete de cartas del tarot de Marsella comprado en el Sanborns, así como el extenso análisis de cada hexagrama en la edición de I Ching, el Libro de las Mutaciones, prologado por Jorge Luis Borges, eran más que suficientes para tener resultados más o menos vagos, más o menos acertados.
En el colmo de mi esoterismo, también solía hacerle preguntas a mi voluminoso diccionario de sinónimos de F.C. Sainz de Robles: lo abría en cualquier página con los ojos cerrados y la palabra en la que ponía mi dedo, así como su listado de sinónimos y términos afines, daba una respuesta aproximada, si bien muy ambigua, a mi pregunta.
Si dejé de practicar esos vaticinios fue, entre otras cosas, porque me divorcié: el tarot y el i-ching se quedaron en casa de mi ex esposa. También porque, a fuerza de consultarlos una y otra vez, comencé a obtener lecturas contradictorias. Al diccionario de sinónimos, que sí traje conmigo tras el divorcio, dejé de preguntarle pues igualmente terminó contestándome cualquier cosa.
Salvo en esos deslices de pensamiento mágico, soy alguien que no cree en patrañas. No me considero de talante espiritual, sino un ateo racional que a veces juega a que el azar puede iluminar lo insondable. Que el resultado sea profético o no, es lo que menos importa. Esos métodos tienen en común que juegan con la estructura de nuestro pensamiento y generan la impresión de que tienen un sentido, por eso les creemos.

Los astrólogos no le atinaron a la pandemia ¿o sí?

Un ensayo firmado por la periodista Hayley Phelan publicado a principios de mayo en The New York Times, hacía una observación muy pertinente: Ningún astrólogo, tarotista o adivino predijo lo que ocurriría este año con la pandemia de COVID-19. Por el contrario, los más célebres adivinos vaticinaban un 2020 luminoso y plagado de éxitos. Les falló por mucho, y a escala global.
Por los mismos días en que daban sus felices predicciones, ya circulaban noticias de una extraña enfermedad viral en la ciudad de Wuhan, en China; una pulmonía anómala muy contagiosa con un índice de letalidad digno de tomarse en cuenta. La información ya estaba ahí. Ninguno de los augures se tomó la molestia de considerarla en sus lecturas astrales, cartománticas, quirománticas o lo que sea que usaran para inventar su narrativa del futuro.
Lo más extraño es que a pesar de que estos videntes ignoraron que se venía una pandemia de consecuencias devastadoras, sus seguidores también han pasado por alto esa omisión y ahora los consultan más que nunca.
Las pandemias, históricamente, han provocado la necesidad de conocer el futuro. Antes de que se conociera la existencia de los gérmenes patógenos, los astrólogos eran consultados en este tema, pues se pensaba que la influencia de los astros era lo que causaba el mal. El nombre “influenza”, de hecho, proviene de este malentendido.
La incertidumbre de la cuarentena, del desempleo, o de la posibilidad de contagio, se ha traducido en una necesidad masiva, irracional, de querer conocer el futuro. No importa que ya tu signo zodiacal ni siquiera coincida con tu fecha de nacimiento. Esos son detalles menores en un mundo que todavía se pregunta si la Tierra no será plana.
(No descarto la posibilidad de que los adivinos en realidad sólo estuvieran viendo su propio futuro: en efecto este año a ellos les ha ido muy bien.)

Cuando la ciencia no sirve para gran cosa

Una y otra vez, la evidencia científica ha demostrado que la posición de los astros no tiene la más remota incidencia sobre el destino de las personas. Los pliegues de la mano no son el registro de los acontecimientos pasados, presentes o por venir en la vida de nadie. El acomodo de las cartas del tarot, o lo enigmático de sus dibujos, no pueden objetivamente correlacionarse a nada. Y sin embargo políticos, empresarios, intelectuales, científicos, y hasta yo mismo, seguimos dando valor a cualquier oráculo que un “especialista” haga a partir de esos accidentes.
No podemos evitarlo, del mismo modo que no podemos evitar la pareidolia: la facultad de ver una cara cuando hay dos puntos que parecen ojos. En el reino animal, algunos insectos o peces han evolucionado para imitar los ojos de un depredador en sus alas o en su piel, de modo que otros animales al verlos prefieren tomar precauciones y alejarse.
La mente humana, que es algo más sofisticada, además evolucionó para extraer patrones de la realidad percibida y para ordenar los acontecimientos en secuencia narrativa. Si unimos esas habilidades, no resulta extraño que el hermético dictamen de un hexagrama del i-ching, insertado en los patrones que hallamos nuestra vida, sumado a la voz autoral del adivino, genera la ilusión de que estamos ante una profecía.
A lo anterior, sumemos la predisposición de cada sujeto a creer que a su vida la afectan cosas tan medievales e irrelevantes como el aparente movimiento retrógrado del planeta Mercurio. Añadamos la complacencia de muchos medios de comunicación por seguir publicando horóscopos, y todo tipo de mancias como si alguna vez hubieran funcionado. Agreguemos, por último, la horrible incertidumbre de cómo y cuándo acabará todo esto, y tenemos el multimillonario negocio de la pseudo-adivinación.
Nuestra mente, en su borroso funcionamiento, nos juega muchas trampas. Hace creer, a los apostadores de todo tipo (desde los que ponen su dinero en el poker o en el hipódromo, hasta los que invierten en la bolsa de valores) que la suerte es una especie de entidad no humana que decide favorecerlos o hundirlos. Además es mucho más fácil echarle la culpa a esa entidad, si todo sale mal, que asumir que en principio arriesgaron su capital a un resultado aleatorio.
En esa realidad borrosa vivimos y a partir de ella hacemos nuestras apuestas de riesgo. La ciencia, con sus metodologías, busca que se tomen resoluciones razonadas, ponderadas a la luz de resultados estadísticos, modelos matemáticos y predicciones a partir de la evidencia racional. Pero decidir así es la excepción y no la norma.
A pesar de los muertos que se acumulan por la pandemia, a pesar de que se multiplican los testimonios del sufrimiento y dolor asociado a los síntomas graves del nuevo coronavirus, nuestra mente sigue creyendo, basada en puro pensamiento mágico, que no enfermaremos, o que sea lo que Dios quiera… Ya me echaron el tarot y me hice mi carta astral y me dijeron que voy a estar vivo, sano y más próspero que nunca en 2021.
 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.





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