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¿Estamos ante el fin del concepto de disrupción de las startups?

No sólo el cierre del Inadem en México descarriló el apoyo a las startups y a sus ideas disruptivas; en todo el mundo la idea de disrupción está enfrentando a su enemigo: la realidad.



24 febrero, 2020


El coronavirus se expande por el mundo mientras otro mal silencioso ataca organismos de otro tipo: las startups. En efecto: empresas que en poco tiempo alcanzaron valuaciones por encima de mil millones de dólares, ahora están naufragando.
Un artículo publicado este fin de semana en el periódico The New York Times, anuncia: “As the Start-Up Boom Deflates, Tech Is Humbled” (Conforme se desinfla el boom de las startups, es humillada la industria tecnológica). Pareciera la segunda parte de otro reportaje publicado hace dos años y medio en el diario inglés The Guardian: “As tech companies get richer, is it ‘game over’ for startups?” (Mientras las tecnológicas se enriquecen, ¿se acaba el juego para las startups?). Cambia un poco la perspectiva, pero la manera de frasear ambos títulos en inglés es semejante. La enfermedad es la misma: la incapacidad de estas empresas de generar ganancias.
La lista de startups contagiadas de inoperancia es apabullante. Consorcios globales que pierden dinero en cantidades insostenibles y que se acercan a un punto de no retorno. Por mencionar algunas: la app de movilidad Uber, el servicio de oficinas virtuales WeWork, la empresa colombiana de entrega a domicilio Rappi, el sistema de detección de linajes ancestrales en tus genes 23andMe; Mozilla, la empresa creadora del navegador Firefox y hasta Quora, la página donde la gente hace preguntas. ¿Qué salió mal? 
Desde luego, los motivos son múltiples: desde el propio dinamismo económico y la mala suerte, hasta malos manejos administrativos. Sin embargo, aquí exploraré sólo un aspecto: el desgaste narrativo.

El desgaste narrativo de las ideas disruptivas

Hasta finales del siglo pasado, los negocios se definían con valores funcionalistas que no admiten discusión: “productividad”, “eficiencia”, competitividad”, “calidad”, “precio”, “atención al cliente”. Cada uno de esos términos era un fin en sí mismo, algo a lo que había que aspirar si se buscaba el éxito en el ecosistema empresarial. Eran negocios tradicionales, la escala de crecimiento era moderada y había pocos márgenes de maniobra. Se crecía aritméticamente, según se expandiera el mercado, se contara con capital, materias primas, y un sistema de distribución y puntos de venta. Nada de eso ha cambiado en la inmensa mayoría de los negocios del mundo. Lo que cambió fue la narrativa, y con ello, las expectativas.
En lo que llevamos del siglo XXI, el valor clave en el relato de los negocios fue algo de suyo extraño al ecosistema productivo, pero con un potencial que parecía ilimitado: “disrupción”. Una palabra que, en sí misma, fue disruptiva porque no pertenecía, cuando surgió, a la idea de negocio. Lo más cercano, sería “innovación”, pero ése es un concepto que, comparado con disrupción, se queda corto.
La idea detrás de la disrupción fue definida originalmente por Clayton M. Christensen en 1995 en una tesis de doctorado sobre lectores de discos de computadora. Es irónico que, al plantear la idea, él no buscara ser disruptivo; pero el concepto ganó tracción en todo tipo de ámbitos. Ahora se refiere a la calidad de ciertas ideas que podrían desestabilizar la manera como se hacen las cosas. El método disruptivo consiste en detectar caminos más eficientes (casi siempre cruzados por nuevas tecnologías) que permitan un crecimiento exponencial, sin necesidad de invertir en la misma medida.
Ese cambio en la manera de entender los negocios también introdujo su propio vocabulario. Ya uno no abría una empresa; uno emprendía una startup. Ya no se trataba solamente de poner una librería. Eso lo hacía cualquiera que tuviera un capital inicial y un local donde vender libros. Ahora se buscaba acelerar el crecimiento de la empresa, incluso antes de vender un solo ejemplar. La idea era que la tecnología facilita la distribución de la mercancía sin necesidad de acudir a la tienda. Esa librería sin local resolvía, además, una de las necesidades primordiales de los lectores: la posibilidad de encargar casi cualquier libro.
El internet y sus posibilidades eran el campo natural de este tipo de crecimiento sin límites. La supuesta capacidad de acceder a servicios en línea en escala global produjo, en su momento, la primera burbuja del punto com en el cambio de milenio. En ese entonces, la promesa era un enriquecimiento exponencial bajo la creencia de que todo el mundo desdeñaría su vida física gracias a la navegación en la red. El problema en ese primer momento es que ni la gente, ni los aparatos, ni la red, estaban preparados para esa mudanza. Pero esa librería virtual que ya no sólo vendía libros, sino que ya empezaba a ofrecer casi todo tipo de mercancía, sobrevivió saludablemente. Hablo de Amazon, desde luego.
Amazon cumplía y cumple con esa potente narrativa de la disrupción: introducirse en un ecosistema económico para subvertirlo. La presencia ubicua de esta tienda electrónica primero asestó golpes letales a las cadenas de librerías y luego fue obligando a cerrar cadenas de almacenes de todo tipo de géneros (como Sears) y hasta centros comerciales completos. Ahora, esa aplanadora conducida por Jeff Bezos sigue con la televisión, el retail de comida, el delivery y hasta los vuelos espaciales.

El tsunami de la disrupción ha perdido fuerza

Amazon nació con el esquema de la ola de las startups de los inicios del internet. Una explosión más ambiciosa cimbró el mundo de los negocios cuando la telefonía inteligente se cruzó con el rediseño de la interface por la que las personas se conectaban a la red. En el año dos mil, la única ventana a la web era la pantalla del computador (casi siempre de escritorio, además). Una década más tarde, la proliferación de los smartphones, con servicios de internet de banda ancha, convirtió cada aparato en un escaparate de herramientas que resolvían casi cualquier cosa. Esas herramientas eran las apps.
El cambio en el diseño del acceso al entorno digital, abrió la puerta a una nueva forma de startups. El tsunami disruptivo de las apps alcanzó a la telefonía, los taxis, los mapas, las casas de bolsa, los hoteles, las dudas existenciales, la música, la renta de videos, las amistades, los medios informativos, el romance, el dinero, los restaurantes, los espacios de oficina, las traducciones, el tránsito de vehículos, los bancos. Prácticamente cualquier resquicio de la vida humana puede verse intervenido potencialmente por esta ola devastadora. (Juego: para ahorrarme el escribirlos, nombre el lector una app por cada uno de los elementos aquí enlistados.)
Sin embargo, parece que la disrupción tiene un límite: la realidad. Claro que ser disruptivo está muy bien… siempre y cuando los básicos del negocio estén firmes; eso que se enseña en Administración I en las universidades.
Por otro lado, los ecosistemas subvertidos nunca volverán al punto inicial. Con esas apps o con otras, con esos márgenes de ganancia u otros, el camino está iniciado y la única marcha atrás en la tecnología implicaría el fin de la civilización como la conocemos. No seamos tan dramáticos: si esas apps cierran, la disrupción seguirá ahí, sólo tal vez más cautelosa.
 


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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.





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