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¿Como adultos, en qué momento debemos dejar de (o empezar a) jugar?

Pareciera que los adultos dejamos de serlo si nos ponemos a jugar. Lo cierto es que no deberíamos de dejar de hacerlo, al contrario: jugar nos enriquece.



11 noviembre, 2020

Los adultos tenemos una relación complicada con el juego. Padecemos una compulsión por regularlo y someterlo a formatos perfectamente definidos. Incluso el azar se reglamenta: dónde y cuándo se permite, dónde y cuándo no. Estamos todos de acuerdo con que un conjunto de normas pueden hacer que el juego sea más intenso. ¿Pero siempre debe de estar tan ajustado?

Tenemos además asociaciones negativas con la idea del juego: “jugar con los sentimientos de una persona”, por ejemplo. Opinamos que es un acto de inmadurez, y que sólo los niños juegan. Un adulto que juega como niño es visto como alguien que no ha completado su desarrollo intelectual, o se ha quedado estancado en una etapa temprana.

Eso no impide que, como adultos, haya espacios en donde sí tomemos al juego en serio. Son terrenos muy acotados y somos muy solemnes a la hora de jugar. Los burocratizamos al denominarlos “actividades recreativas”, término que garantiza el aburrimiento.

La seriedad de los juegos adultos

Los adultos tenemos la idea de que ser jugador se puede volver una profesión tan respetable como las de los no-jugadores. También consideramos que los juegos adultos, en su seriedad con respecto al riesgo, involucran apuestas y casinos. (Llevado eso al extremo, tenemos una población de ludópatas, o viciosos de los juegos de azar, que arruinan sus finanzas de por vida por la falacia de tentar a la suerte.)

Socialmente nos reunimos para celebrar juegos de mesa en donde, en efecto, jugamos. Pero la dinámica se limita al tablero y tiene reglas, muchas reglas. Terminada la reunión, alguno ganó, otros más perdieron. En los juegos adultos tiende a haber un ganador y un perdedor, y esas categorías son absolutas. Son juegos competitivos.

Los deportes, por ejemplo, derivan en juegos competitivos serios y reglamentados cuyos mejores exponentes pueden ganar millones de dólares y ser idolatrados por un grupo importante de la población humana. Igualmente competitivos son los programas de televisión de concursos: son juegos con reglas donde hay ganadores y perdedores y todo ocurre dentro de los límites del set televisivo y en el tiempo que dura el programa. El resto de las personas miramos a esos adultos jugar y, digamos, compartimos su esparcimiento.

La industria de los videojuegos ha abierto una posibilidad más al juego: el espacio virtual. Niños y adultos por igual se entregan a dinámicas en tercera dimensión que recrean en la pantalla universos a detalle: ciudades invadidas por zombies, o por guerrillas, o por monstruos extraterrestres; peleas a muerte; universos pixelados que se construyen; rutinas de habilidad de todo tipo. Las reglas de estos juegos se basan en que si no tienes habilidad suficiente, eres eliminado y tienes un número limitado de vidas.

También, la adultez nos valida para la práctica de juegos eróticos. Implican un cierto grado de desapego emocional y si se traspasan ciertos límites previamente acordados, el juego se termina. No hay ganadores ni perdedores, pero la recompensa está en el goce por el goce mismo. El riesgo surge si el juego rebasa los límites que la sociedad, la perversión o la ley, imponen.

¿Por qué dejamos de jugar cuando somos adultos?

El espectro de posibilidades lúdicas no deja de ocurrir en espacios acotados y reglamentados. Hay un área donde el juego se permite, y otra donde no se juega. Esa otra área la confundimos con el mundo de los adultos, el mundo “real”, y qué bueno que así sea: no me gustaría ser operado por un cirujano que haga bromas con su bisturí mientras me abre la garganta. No sería recomendable seguir los consejos financieros de un broker que cree que el mundo es un tablero de Monopoly. Nadie quiere subirse a un vuelo comercial donde el piloto se divierta haciendo acrobacias. En esas y muchas otras áreas de la actividad humana en efecto necesitan erradicar el juego y el jugueteo para evitar catástrofes. 

Fuera de las actividades donde se prohíbe porque no debe de haber lugar a error y de los campos donde la actividad lúdica se aprueba (porque es acotada, reglamentada y “adulta”), hay un área enorme donde el adulto no se concibe jugando. No por otra razón, sino porque se “vería mal”, o parecería uno un loco.

¿Qué ganancia hay en esa supresión del juego no reglamentado en el mundo adulto? No queda muy clara. Planteemos que el juego, en su sentido más puro, no admite demasiadas reglas. O bien, estas son mutables. Es la mutabilidad del juego la que hay que recuperar.

Vayámonos a un juego puramente irracional: dos perros jugando entre sí. ¿A qué juegan? A morderse, a tumbarse, a fingir que uno copula con el otro y viceversa, a perseguirse. Esto lo hacen sin orden ni aparente reglamentación alguna; sin embargo, es un juego de imitación: imitan que pelean, imitan que cazan, imitan que copulan. Esa podría considerarse una regla: vamos a hacer como si sí, pero no. La imitación, incluso para los perros, supondría ser el acto real, pero sin sus consecuencias. Es una preparación para el momento en que la cosa se pone seria. Su pequeña mente perruna parece ser lo suficientemente lúcida para distinguir si el juego ha traspasado los límites de lo inofensivo: entonces reaccionan con violencia: pelan los dientes, ladran, muerden. Partimos del hecho de que a partir de cierto nivel de inteligencia, a los animales (perros, gatos, elefantes, humanos o delfines) nos gusta jugar, distraer la mente con actos inconsecuentes.

La rigidez del mundo adulto, si bien es necesaria para alcanzar una muy alta precisión en nuestros actos, también parece olvidarse de que el origen remoto de esos actos de extrema precisión fue el juego sin intencionalidad, sin formato, el puro movimiento, divertimento de la mente por el puro movimiento, el goce puro y el puro divertimento. La hoy poderosísima FIFA comenzó hace algunos milenios con el juego inconsecuente de unas personas pateando un objeto redondo por un terreno. Quizá ni siquiera existía la regla de que el esférico debía de ser exclusivamente pateado, pero el patrón se fue quedando.

De esos actos sin ton ni son, nuestra mente, afilada para detectar patrones, comienza por detectar un sentido nuevo, antes inédito. Si cambiara la actitud de juicio social en contra del ocio puro, del acto inconsecuente, habría más innovación, más experimentación, más investigación, surgirían más ideas tentativas. En otras palabras, está bien jugarle al loco, o al niño, divagar, jugar sin reglas, porque de ahí es donde surgen las genialidades.

 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo en El Contribuyente, y Goula. También es director de Etla, despacho de narrativa estratégica.





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