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Replanteemos el humor de una vez por todas: nos hemos reído de cosas que no dan risa

La semana pasada, la odisea de Chumel Torres y el Conapred volvió a poner en claro que entre el humor y la discriminación hay una relación tóxica.



22 junio, 2020


Si estuviste en coma las últimas semanas, quizá no tengas idea de qué es un Chumel Torres o con qué se come un Conapred. El punto no es defender o denostar a ninguno de los involucrados, pues esta columna sólo tocará ese tema de manera tangencial.
Para dejar la narrativa en claro, sucedió así: Chumel Torres es el nombre artístico de José Manuel Torres Morales, un influencer mexicano. Su celebridad creció a partir de YouTube y de las redes sociales. Desde 2013 produce El pulso de la república, un segmento de video que, en tono de ironía, comenta las noticias de actualidad en México. Su fama creció a tal grado que en 2016 lo invitó el servicio de televisión por cable estadounidense HBO a formar parte de su oferta de contenidos en Latinoamérica. Como todo personaje célebre de las redes sociales, sus opiniones y el modo como las expresa han despertado la antipatía de algunos sectores de la población, algo por demás perfectamente normal e inevitable. Por su parte, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, Conapred, es la institución del gobierno mexicano responsable de prevenir y erradicar la discriminación. Desde el año pasado lo dirigía la politóloga Mónica Maccise.
Todo seguiría en su sitio, de no ser que alguien en el Conapred decidió invitar a Chumel a hablar en el foro “Racismo y/o clasismo en México”. Los organizadores del evento tal vez pecaron de ingenuidad al pensar que invitarlo no ocasionaría una reacción en cadena de proporciones insospechadas. Quizá pensaban que su popularidad y simpatía atraerían a los millennials. O tal vez pecaron de malicia: siguiendo la máxima “que hablen mal de ti pero que hablen”, armaron una jugada para incendiar las redes sociales, de manera que la gente hablara del Conapred, bien o mal, pero hablaría. Chumel, por su parte, aceptó cándidamente la invitación. Era difícil que declinara a priori: el Conapred era hasta hace pocos días una institución respetable porque enarbola, por decreto oficial, la misma agenda que la audiencia más progresista defiende desde sus redes sociales: la no discriminación.
Pero se les salió de las manos. ¿De veras no calcularon que la doctora Beatriz Gutiérrez Müller, esposa del presidente Andrés Manuel López Obrador, encontraría ofensiva esa invitación? El influencer tuvo el mal tino de apodar “Chocoflan” al hijo aún menor de edad del mandatario con Gutiérrez Müller. Con un tuit, ella externó su oposición a que Chumel apareciera en el foro. Luego de eso ya no hubo manera de rescatar nada.
 
En pocos días no sólo le cancelaron a Chumel su ponencia, sino que los usuarios de las redes se encargaron de rescatar sus tuits más racistas y clasistas del pasado y viralizarlos para exponerlo como una persona non grata. El linchamiento virtual provocó, pocos días más tarde, la renuncia de Maccise, entre otros funcionarios del Conapred; además de la descalificación de López Obrador al Consejo: “Todos estos organismos consumen presupuesto, todos tienen recursos. No los conoce la gente, no ha recibido la gente ningún beneficio de estos organismos, se crearon muchos de ellos para simular que se combatía la discriminación, el racismo, la corrupción”. Para terminar de arruinarlo todo, HBO le canceló “por ahora” su segmento televisivo a Chumel. La discusión sigue en estos días, ya más apagada, y posiblemente seguirá mientras el comunicador siga teniendo audiencia, su canal de YouTube y tenga cosas que decir sobre este y otros temas.
De todo ese incidente, sin embargo, quiero destacar un ángulo que me parece interesante: que desató una crítica hacia la pertinencia de cierta forma de sentido del humor. 

El que ríe al último, ríe solamente

En una columna de hace meses, ya había yo reflexionado sobre el humor, cómo definirlo y lo que implica. Ahora voy a enfocarme en uno de sus aspectos más delicados: la superioridad de quien ríe.
Ya desde Platón y Aristóteles se había definido al humor como una manera de expresar superioridad. El que ríe, sea al principio o al último, es porque en ese momento se supo superior al objeto de la risa. Si el que ríe al último ríe mejor es porque su superioridad será más duradera. Si nos reímos de un gatito, de un borracho o de un bebé porque hace las cosas lo mejor que puede con sus limitaciones, es porque nos creemos superiores a ellos. La superioridad mezclará la risa con lástima, con morbo, con ternura, con falsa compasión inclusive. 
Por ejemplo: no estamos borrachos. Mirar a una persona en estado de ebriedad nos permitirá burlarnos de sus necedades. Ver a un gatito tratar de interactuar con todos sus poderes felinos con el mundo antinatural que le proporcionamos los humanos nos hace sentir irreflexivamente superiores como especie. Un bebé que intenta, en su semiconciencia, comportarse de acuerdo a lo que ve y entiende, es motivo de carcajadas. Lo mejor (o lo peor) es que no sabe que nuestra risa se dirige hacia él, y va a imitarla, forzando su risotada.
Chumel Torres, en el calor de la discusión tuitera, suele adoptar una posición de superioridad hacia sus interlocutores o aludidos a partir de características físicas o sociales que por siglos, sin mucha discusión ni argumento, han sido consideradas “inferiores” a priori.

La preservación del poder por medio de la risa socarrona

El sistema jerárquico que hoy prevalece es un orden arbitrario, reiterado por siglos, que tiende a ser hereditario, y que no duda en emplear la violencia letal. Es más, ha obligado a que sea la violencia el método más eficiente, si no el único, para confrontarlo. Ese sistema se ha mofado ya por siglos de los tonos más oscuros de la piel, del acento al hablar, del bajo o nulo nivel de escolaridad, del lugar de origen, de la edad, de los gustos y la falta de sofisticación en las referencias culturales, de las preferencias homosexuales, de la pertenencia al género femenino, de la discapacidad, etcétera. La lista es más larga, pero la idea ha quedado clara. Que cualquiera de esas características pueda causar risa a las personas que se presumen “favorecidas” por la lotería socioeconómica, es humor malentendido. Lo que se conoce como humor fácil.
Ese tipo de “comicidad” tiende a fortalecer y preservar el actual orden superioridad-desventaja. Reírse del desfavorecido lo mantiene humillado y, por tanto, sumiso. Está claro que prácticamente ninguno de los “chistes” que se aprovechan del infortunio ajeno nació con esa premisa fascista; pero ese es el efecto que crean al invitar a burlarse de lo que se considera, erróneamente, inferior.
¿Qué pasa en cambio cuando el objeto de la burla es el individuo, o la comunidad adulta que detenta y no comparte sus privilegios? Eso es la revolución. El humor que hace historia es el que sabe reírse de los que acaparan el poder y comunica a la gente lo ridículo de sus aspiraciones mundanas.
Estoy seguro de que Chumel ya lo entiende mejor, a su modo, con los inevitables puntos ciegos que todos tenemos. Se hubiera ahorrado los sinsabores de la semana pasada si desde el inicio hubiera entendido que el humor nunca debe aprovecharse de la persona desfavorecida. Aunque creerse superior a otros provoque risas en el auditorio, esas carcajadas no deben ser tomadas como una medida de ingenio, sino acaso de la ceguera y la autocomplacencia del público.
 

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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.





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