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Trabajador estresado no es más productivo

Basta. Es tiempo de dejar atrás una cultura ineficiente basada en llevar la psique de todo un equipo hasta el límite de la salud. No, no somos tu doctor psiquiatra. Simplemente queremos que reconozcas el lastre que le impide a tu empresa vender mejor.




estrés laboral
Foto: Shutterstock
1 enero, 2018

Bien podría ser uno de los estudios de psicología comparada más influyentes del siglo XX, pero lo que Robert M. Yerkes y John D. Dodson querían aportar al mundo en 1908 no era, de ninguna manera, una coartada semicientífica para uso y disfrute de generaciones enteras de gerentes que se conciben a sí mismos como administradores del estrés de oficina. Los muy nobles psicólogos sólo pretendían descubrir la relación entre la intensidad de un estímulo (una excitación en bruto, eléctrica) y la velocidad de aprendizaje en ratones de laboratorio. Observaron que los animales entregaban un mejor rendimiento —encontraban con mayor rapidez la salida de una caja oscura— en paralelo al aumento paulatino de la estimulación, pero sólo hasta cierto punto, pasado el cual toda excitación extra no hacía más que volverlos idiotas. Y voilà! Interpretaciones posteriores e interesadas convirtieron el asunto en la ley de Yerkes-Dodson.

Repasemos la norma actual: conforme la curva de tensión en una persona sube, se incrementa su rendimiento en una tarea específica. Al llegar a la cima de la gráfica, se alcanza el funcionamiento óptimo. Si el “acicate” no da tregua, la entrega de resultados se va al suelo. Drásticamente. Aceleradamente. Tal cual: es una curva de campana clásica.

¿Te parece una descripción mecanicista, absurda? Prueba sustituir funcionamiento óptimo por número de juntas a la semana con prospectos de cliente; rendimiento por alcanzar los objetivos del área. Al fin, usa estrés en vez de excitación, estímulo, y encontrarás la lógica detrás de frases como “Busco colaboradores con un alto umbral de estrés”, “Yo sé presionar a mis vendedores para fomentar su ambición, su nivel de competitividad” o “Jiménez no aguantó la presión”. ¿Y qué hay de malo en esa línea de pensamiento? No mucho, quizá, hasta que descubres desde los confines estrictos del management que otro mundo es posible. No sólo posible: urgente.

El chico prometedor

“Ahora que lo veo, así, a la distancia, ése fue un momento muy creativo para la empresa”. Carlos (nombre ficticio) fija la mirada en la puerta de salida del Starbucks y procura recordar el momento en que llegó a trabajar, como ingeniero en sistemas recién graduado, a la compañía proveedora del acceso a internet (¡vía un portal!). Estamos hablando del año 2000. De todas formas, el negocio de la empresa estaba a punto de cambiar radicalmente;

había empezado a evolucionar desde un lustro atrás hacia la gestión y administración de redes, servidores, seguridad de bases de datos… El trabajo visionario que después adquiriría la forma de la ubicua nube informática.

Carlos invirtió su talento y vigor enteros en el nuevo giro de la empresa. No era fundador, pero se sentía como un pilar de ella. Dos de los clientes más grandes, de esos que representan los mayores tickets promedio (un banco y una departamental), cayeron en la cartera gracias a él, en gran parte. Pocos como Carlos habían previsto la próxima ola en necesidades de tecnologías de las información (TI); él había diseñado los servicios, nadie como él los podía vender mejor. El joven ingeniero no aspiraba a desarrollarse como vendedor, pero por ese lado escaló con rapidez en la jerarquía de la organización. Llegó a lo que se conoce como un tremendo puestazo, una gerencia comercial. Apenas había cumplido los 30 años.

No equipó su vida con los atributos comunes —no se embarcó con un supercrédito para el superdepartamento, digamos—, pero sí le dio la bienvenida a los problemas intestinales, la dificultad para conciliar el sueño, las más de 10 horas en la oficina, los problemas con su esposa.

Con la maduración del mercado y la creciente competencia, la estrategia de ventas tuvo que cambiar. “Lo que pasa es que ya no hay clientes grandes. Ya no encuentras un banco que no tenga sus servicios administrados de TI de arriba a abajo. Ahora tienes que buscar muchos chiquitos”, Carlos explica. Y llegó el momento de “prenderle el switch” a su equipo de ventas (y de dejarlo prendido); de perder vendedores, de sustituirlos con gente sin experiencia en el campo, de sufrir la cancelación de contratos casi al mismo ritmo. “Los

que están arriba tomaron muy malas decisiones”, se queja Carlos. ¿Y él no ha tomado unas cuantas de ésas? Es una cuestión muy difícil de aceptar. Él no está tomando, a fin de cuentas, una sesión de psicoterapia en el Starbucks. “Y tampoco creo que esto se trate del estrés-estrés, la verdad”, aclara. En su opinión, una auténtica cadena de malas decisiones luce, más bien, como la muerte a aquella japonesa que trabajó 150 horas extra. Es la noticia del día anterior al encuentro en la cafetería.

Un cuadro clínico y pop

¿Existe el estrés auténtico? Al menos existe el estrés de definición clásica, el que tiene su propio término pop, exótico: karoshi. Esta palabra comenzó a recorrer el mundo en los años noventa. Surgió para designar un fenómeno de la vida modernísima: la muerte inesperada de empleados que llegaron a trabajar hasta 120 horas extra durante el mes. ¿Casi un sacrificio ritual? Los médicos y las autoridades japoneses estudiaron diversos casos de empleados sanos y jóvenes que murieron por infartos o derrames cerebrales, y concluyeron que sus inexplicables decesos fueron consecuencia del estrés y la sobrecarga laboral. Karoshi, entonces, es sinónimo de trabajar hasta la muerte.

En Japón, este fenómeno es algo relativamente frecuente. El gobierno japonés reconoce que es un problema no sólo de la vida corporativa, sino también de salud pública. Vamos, en los periódicos se muestra el índice de karoshi y si se supera en una comparación anual, puede llegar a ser noticia de primera plana. Algunos casos de dramatismo especial se cuelan en los medios de Occidente.

La frecuencia de estas muertes (tan sólo en 2015 se reportaron alrededor de 1,500) sólo se explica porque, claro, Japón es el país en el que más se trabaja en el mundo, ¿cierto? Falso. El lugar más alto de ese podio le corresponde a México. Es un dato célebre, pura carne para redes sociales, un motivo de orgullo extraño, casi fatalista. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en nuestro país laboramos alrededor de 2,255 horas al año (33 por ciento más tiempo que en Japón). Y según la Organización Mundial de la Salud (OMS), también somos la nación con mayor estrés laboral. Esto, parece, ya no es materia circunscrita sólo al ámbito laboral. En ese lado del mundo, y quizá en la oficina en la que ahora mismo te encuentras, también es un problema de salud pública.

Érika Villavicencio, coordinadora de psicología organizacional de la facultad de Psicología de la UNAM, asegura que el estrés en los centros laborales es un problema en ascenso. Los motivos son muy diversos. Muchas compañías no le ofrecen estímulos a los trabajadores y, en cambio, los presionan en exceso para llenar expectativas cada vez más altas. Por otro lado, “el volumen de trabajo y la exigencia es cada vez mayor. Todo es para ayer. Todo urge. Además, las empresas se han achatado. Las tareas que antes se le asignaban a tres personas ahora se le delegan a una sola”, dice Villavicencio en entrevista. Puedes pensar, claro, que para la especialista eso es muy fácil de juzgar; ella está a distancia de la batalla de hacer crecer a una compañía día a día, reporte a reporte, ¿verdad? Además, allí están los factores externos, que se suman a estas dinámicas del mundo laboral. Sin embargo, a principios de este año la American Psychological Association concluyó a partir de una encuesta que los trabajadores estadounidenses están más estresados que nunca a causa del panorama político, la incertidumbre y un mundo que cambia con rapidez excesiva. Imaginen lo que puede provocar el panorama en nuestro país. Hay algunas aproximaciones. A los estudios ya casi rutinarios sobre la desafección extrema que tenemos por la democracia —y con la vida pública, podemos extender— se le oponen las encuestas globales sobre índices de felicidad en las que destacamos positiva, consistentemente —más por una voluntad férrea de optimismo que por otra cosa, aventuramos.

A nivel de cancha, acaso, nos resistimos a considerar el estrés como un problema. Algunas justificaciones hipotéticas, pero familiares: “Así es aquí”, “Son las largas horas en el tráfico para llegar a mi oficina”, “Es la precarización del empleo”, “Si no hago esto, alguien más lo hará feliz de la vida”. Asumimos que el día a día es redituable si logra instalarse, a punta de voluntarismo —¡se puede porque se puede, cómo diablos no!— , en la parte ascendente de la curva de la ley de Yerkes-Dodson, como si la resbaladilla hacia abajo no estuviera apenas un poco más adelante, en una vuelta de tuerca más. Esto es muy evidente en el mundo de las ventas, donde se premian los temperamentos agresivos, los que se crecen bajo el castigo, los que acumulan cierres de ventas como si fueran estadísticas deportivas —sin importar ciertas consideraciones extra como qué tan buena es cada una de esas ventas.

Desde la esfera de las políticas de salud, no hay dudas. Los efectos del estrés laboral en el bienestar de las personas son de tal gravedad que ya se trabaja en una norma para mantenerlo a raya en las compañías. “El Reglamento Federal de Seguridad y Salud en el Trabajo establece que es obligación de las empresas medir y prevenir, entre otros factores psicosociales, el estrés. Está por salir la norma en la que se establecerá cómo se va a hacer”, apunta Villavicencio.

Hay otras señales, correlaciones, evidencias de los efectos de la parte que queda oculta bajo el agua en el iceberg del estrés. Jennifer Amozorrutia, maestra en psicología organizacional y gerente de gestión del conocimiento en Great Place to Work México nos advierte que el estrés es un golpe bajo a la productividad de las compañías. “A nivel mundial, la Comisión Europea, por ejemplo, señala que el estrés le cuesta 20 millones de euros al año a las empresas europeas. En Estados Unidos, el costo se eleva a 300 millones de dólares anuales”. Respecto a México, la firma Aon —una consultora multinacional de gestión de riesgo, seguros y capital humano— reveló que las empresas nacionales pierden alrededor de 16,000 millones de pesos por esta causa. Y es que, según la experta, el estrés es toda un ave de mal agüero: atrae ausentismo, un incremento en los niveles de error y un impacto negativo en la comunicación interna de la empresa, así como una mayor tasa de accidentes y enfermedades laborales. “Estos males repercuten en la calidad del servicio al cliente y, en consecuencia, se daña la productividad y la imagen de la organización”, señala Amozorrutia.

La relación mayor estrés-menor productividad se ha reflejado también en las cifras arrojadas por la OCDE. En un compendio de indicadores de productividad publicado este año por dicha organización se establece que, de una escala de 100, México sólo llega a los 20 puntos (el promedio de los países miembro es de 50 puntos). “Los líderes en México no han comprendido la fórmula mágica. Ya la OCDE nos dijo que laboramos más y producimos

menos. El camino no es por ahí. Un trabajador que está satisfecho con su empleo y que identifica que la compañía lleva a cabo acciones para su bienestar se compromete, busca resultados y quiere pertenecer”, nos comenta la doctora Villavicencio.

La llegada del nuevo régimen

Gonzalo Alonso también fue uno de esos chicos prometedores. Hace poco más de tres años fundó ClowderTank, una consultora de transformación digital, innovación y aceleradora de negocios que en sí misma también es producto de una nueva cultura empresarial y de liderazgo —para entendernos: prácticamente todos sus colaboradores son millennial—. Pero hace 25 años, a mitad de lo que parece otra era geológica, fue uno de los líderes jóvenes estrella de Microsoft, cuando el gigante corporativo era un ejército de espartanos dispuesto a comerse el mundo. “Tengo 47 años. Ya cambié. Me costó mucho. Tiendo a creer que ningún tipo de estrés es aceptable en ninguna clase de organización”, muestra sus principios Alonso, de espaldas al toy room donde el bebé de Luis Enrique, un colaborador en ClowderTank, gatea todos los días. En efecto, nos encontramos en un lugar de trabajo especial, similar al modelo rupturista de las oficinas-modelo de Google, pero sin la escenografía.

“Sí, seguro que hay una liga entre productividad y estrés. Y seguro que el estrés es cultural, pero quiero hacerte ver que se trata de un ecosistema entero. […] Si yo le meto a mis vendedores una dosis de dos horas de tráfico en la mañana, dos horas en la tarde; si los obligo a perder así un trimestre de sus vidas cada año, sólo porque quiero que estén todos presentes en una junta de ventas, en presencia del César, esos vendedores se podrán adaptar, pero sabrán que el año que viene no será mejor, no se les ocurrirá que pueden aspirar a algo más”, se explaya. Gonzalo es partidario, por si hubiera alguna duda, del home office.

Una buena cantidad de empleadores, de líderes de equipos arquean las cejas cuando oyen hablar del home office. Se agarran a sus propias experiencias empíricas, a las ideas de que no hay otra forma de trabajar. A la antigua cultura corporativa jerárquica. “Si hay claridad en los objetivos, los KPI [key performance indicator] transparentes, ¿cómo va a importar si tienes una videojunta desde tu casa y estás en calzones?”, ejemplifica Alonso.

La ausencia de objetivos definidos al detalle y la falta de procesos son las mayores fuentes de estrés laboral y de ineficiencia (en una opinión al más puro estilo Alonso, en México entendemos la palabra proceso sólo como sinónimo de línea de producción, quizás por nuestra fijación corporativa con la Revolución Industrial y la concepción de la oficina como una fábrica). En esa visión un tanto manufacturera de la vida laboral se impulsan las personalidades que mejor “manejan” el estrés, los que no se quiebran con el primer tormento. Si eso fuera un pacto social verdadero, si eso se advirtiera en las entrevistas de trabajo (“En este lugar vas a recibir toneladas de presión y esperamos que te adaptes a ella”), pues muy bien. Pero eso nadie lo hace. ¿Qué empleador lava la ropa sucia al inicio de una relación?

Sentencia Alonso: “Ojo: un trabajador adaptado no necesariamente es un trabajador realizado. […] Y no hay nada comparable a un colaborador convencido de lo que tiene que hacer, consciente del lugar al que tiene que llegar, con un modus operandi claro, ético”.

Un momento, un momento. ¿Por qué estamos tratando asuntos inasibles como la ética? ¿No se trata de eliminar el estrés para ser más eficiente, para vender más? Está bien, sustituyamos la palabra ética por un término no tan lejano a ella: calidad de venta, una dimensión extra a las metas comerciales, monetizadas. ¿De qué sirve que un vendedor le clave un contrato de equis tamaño a un cliente si se basa en algo que en el fondo no necesita? ¿Para qué una venta millonaria si la documentación para cobrarle al cliente está mal hecha? Ahí está: la calidad de la venta, cuya presencia en un ecosistema laboral suele ser el indicativo de su salud, libre de estrés. Es el plancton, pues.

Gonzalo Alonso, el primer director de Google en México y Latinoamérica, líder de equipos comerciales en Mercado Libre y Grupo Expansión, vislumbra un cambio en las tesis corporativas. ¿Y Carlos, el ingeniero en sistemas convertido en vendedor? Él no quiere saber nada del estrés. Recuerden que no cree que éste sea el tema en su vida. Pero ya renunció a la compañía de servicios administrados de TI. Se ha independizado, no quiere desperdiciar su talento subiendo una cuesta arriba que nunca termina.

*Este artículo fue publicado originalmente en la versión impresa de la edición de noviembre de El Contribuyente.

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