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Qué podemos aprender de las distopias y las guerras para sobrevivir a la pandemia

Si en vez de una pandemia fuera una guerra contra otro país, ¿no se tomarían decisiones excepcionales con miras a un futuro siniestro?



13 abril, 2020


Las calles vacías de las ciudades en todo el mundo por un virus del que ningún ser humano tiene anticuerpos se antoja de ciencia ficción. Gente de clases acomodadas encerrada en sus casas, mientras las clases bajas pierden sus empleos condenadas a convivir en el transporte público y en los centros de trabajo con alto riesgo de contagio, gobernantes dando mensajes incoherentes, celebridades cantando desde sus dispositivos móviles para elevar los ánimos ante un público que comienza a odiarlos. Esto es una distopia a la que no estábamos acostumbrados.
Hay dos buenas noticias. La primera es que los autores de ciencia ficción ya han previsto escenarios de esta especie y sus posibles salidas. La segunda es que todo indica que los lectores del mundo estamos corriendo a leer novelas distópicas a raíz de esta pandemia. La razón de esta elección la explica bien la periodista Caroline Zielinski en The Guardian: “¿Por qué habría yo de leer sobre algún grupo de amigos que sale de vacaciones cuando nadie sabe cuándo volveremos a salir de nuestras casas?”
Si bien no existe la novela que describa a la perfección la situación actual, sí es válido utilizar las mismas facultades de la imaginación para adelantarnos un poco en el tiempo. Pese a que los gobiernos, las economías y las personas ya estamos urgidas de que todo vuelva a ser como antes, el hecho es que el virus nos seguirá aniquilando los meses o años venideros. ¿Pero cuánto tiempo más se podrá detener la economía y tener encerrada a la población? Eso entraña otro tipo de peligros, aún más distópicos: el incremento en la violencia criminal en la forma de robos, saqueos y secuestros como efecto de las carencias; y la intensificación de la violencia doméstica, física y sexual, como resultado del hacinamiento.

La catástrofe que nadie quiso ver

El 26 de febrero, el intelectual italiano Giorgio Agamben criticaba en su ensayo “La invención de una epidemia” las aspiraciones totalitarias de los Estados al aplicar medidas restrictivas. Su tesis era que el temor al contagio era una forma de limitar las libertades individuales, algo que conviene a las cúpulas de poder. “La desproporción frente a lo que […] es una gripe normal, no muy diferente de las que se repiten cada año, es sorprendente”, escribía. “Parecería que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites”. Cuando ese texto se publicó, Italia contabilizaba solamente siete fallecimientos por Covid-19, por lo que su escepticismo parecía bien fundamentado. Hoy, 13 de abril, tan solo 47 días después, Italia superó las 20 mil defunciones por esa causa.
La pandemia se extendió simultánea a la proliferación global de gobernantes sólo enfocados en programas cortoplacistas en supuesto beneficio de sus votantes (y poco o nada interesados en la sustentabilidad en el largo plazo). Mandatarios que han sabido radicalizar a sus gobernados como un arma para legitimarse y debilitar a sus opositores. En la minimización y politización del peligro del coronavirus coincidieron el presidente Donald Trump en los Estados Unidos, el primer ministro Boris Johnson en Reino Unido, Jair Bolsonaro en Brasil y Andrés Manuel López Obrador en México, por citar algunos. En más de un momento, actuaron en formas temerarias y nada recomendables ante un escenario de contagio: asistir a giras, convocar mitines y dar señales equivocadas en un momento en que era indispensable la coherencia ante la amenaza.
Trump llegó a decir en varios discursos que el coronavirus iba extinguirse “milagrosamente” con el calor y todo volvería a la normalidad muy pronto. Hoy su país lidera el número de contagios y muertes por la pandemia. Johnson de igual manera desestimó a la nueva enfermedad; luego tuvo que ser internado en terapia intensiva al resultar infectado. Bolsonaro razonó que los brasileños estarían a salvo porque pueden “bucear en una alcantarilla” sin que les pase nada. Hoy Brasil es la nación con más casos confirmados en Latinoamérica. López Obrador recomendó salir a restaurantes cuando la cuarentena ya estaba prácticamente decretada y todavía ayer decía que esperaba que la emergencia sanitaria esté levantada para el 10 de mayo. México, debido a su muy particular modelo estadístico de medición, y la escasa aplicación de pruebas que confirmen el contagio, no tiene tantos casos detectados en comparación a otras naciones (al día de ayer eran menos de 5 mil), sin embargo se estima que la cifra real es unas ocho veces mayor (lo que nos colocaría casi al doble de Brasil).

Hacia una economía de guerra

El punto aquí es que la visión cortoplacista y dependiente de un milagro ha acelerado una situación peligrosa. Si pensamos en que este es un nuevo estado de las cosas, tal vez se tomen otro tipo de medidas. Es decir: imaginar un mundo donde el virus es omnipresente y no hay vacuna ni droga que pueda detenerlo; pero aún así se encuentren soluciones alternativas que permitan la movilidad de las personas al tiempo que se evite el riesgo de contagio.
El inconveniente es que los gobiernos han tomado esto como algo pasajero, cuando en realidad (las autoridades de salud lo han dicho con todas sus letras) va para largo. Si en vez de una pandemia fuera una guerra contra otro país, ¿no se tomarían decisiones excepcionales con miras a un futuro siniestro? Aquí no es un país enemigo, es una cápsula de material biológico con suficiente potencia para matar a una décima parte de la población en los próximos meses. Es una guerra biológica lanzada de una persona a otra.
Cuando el estado mental es de guerra, se utilizan todas las armas y los adelantos tecnológicos posibles. La solución siempre será una vacuna que neutralice al bicho o una medicina que lo destruya en el cuerpo infectado, o que reduzca el daño que produce, pero para cuando esta arma se desarrolle y distribuya, ya será demasiado tarde para cientos de miles, quizá millones de personas. 
La imagen del sujeto con careta de pájaro y gabardina se ha vuelto popular recientemente pese a que pertenece a las guerras bacteriológicas y a la pandemia de la gripe de hace un siglo. Yo no soy experto en pandemias ni remotamente, así que no puedo imaginar soluciones viables, pero si esta es la nueva normalidad, ¿no deberíamos los no infectados enfocar la creatividad en otras cosas que en hacer Tiktoks y lives en Instagram?
 
 
Lee más columnas de este autor. Te recomendamos: El discurso en un patio vacío. ¿A quién le hablaba AMLO el domingo?


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Felipe Soto Viterbo (Twitter: @felpas) es novelista, editor, consultor narrativo para Vixin Media y director de Etla, despacho de narrativa estratégica.





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