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Andrés Manuel López Obrador: del discurso y la euforia, a la realidad ¿y al desencanto?

Anoche, el presidente electo pronunció el discurso que todos los mexicanos llevábamos décadas esperando oír. Nos emocionó en verdad, pero es hora de ver dónde estamos parados.




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Foto: Shutterstock
2 julio, 2018


Pocas cosas odiamos más en México que a la clase política. Al mismo tiempo, nada nos resulta tan necesario, tan bienvenido, como un buen político, aunque ambas palabras suenen incompatibles. La corrupción cultural, endémica —esa que grotescamente celebraba Enrique Peña Nieto a principios del sexenio pasado— ha establecido a lo largo de décadas (de siglos, inclusive), una serie de rutinas e inercias entre la élite gobernante. Quienes entran o interactúan con el servicio público lo hacen bajo la premisa de que van a lucrar desmesurada e impunemente.
En las elecciones del día de ayer, 1º de julio, se externó un voto mayoritario de hartazgo ante esa condición de las cosas. Mal haría esa clase política si no lee en su justa dimensión el tamaño del rechazo ante los excesos y el descaro al que se han habituado. No sólo la victoria de Morena y en especial de su abanderado, Andrés Manuel López Obrador, fue apabullante en todos los frentes —gubernaturas, senadurías, diputaciones, alcaldías—, también el volumen de la participación ciudadana fue la más considerable desde que vivimos en transición democrática: alrededor del 63 por ciento del total de los votantes (hasta ahora, la elección con mayor participación ha sido la de 1994: 77 por ciento).
Los vecinos de la Ciudad de México, como ya no había pasado en los últimos dos presidentes, salieron a las calles espontáneamente a festejar a su candidato, saludarlo, tomarse selfies con él. No eran acarreados. En la euforia ante la posibilidad de un cambio profundo que termine de una vez por todas con el desfalco sistemático, con la ostentación, con el alejamiento y la negligencia de las cúpulas en el poder, quizá se pase por alto que los cambios no suceden de la noche a la mañana, que no ocurren por arte de magia y que, para mala suerte, quizá ni siquiera estén dadas las condiciones para lograrlo.
Alrededor de Andrés Manuel López Obrador se congregaron en el transcurso del proceso electoral algunos de los personajes más corruptos de esa misma clase política, la mafia en el poder contra la que él tanto despotricó. Todavía faltan los que seguramente se sumarán en los próximos meses, movidos por instinto de supervivencia más que por coincidencias ideológica o de principios. Se unen al presidente electo porque esperan seguir enriqueciéndose a costa de contratos, corruptelas y cinismo.
Muchos de los candidatos que cobijados bajo la enseña de Morena ya ganaron por voto popular son, para decirlo sin eufemismos, delincuentes. El pueblo votó en bloque, por Morena, irreflexivamente, apostando por un cambio, cuando en realidad le dio el triunfo a la misma clase de personajes de los que nos deseamos exorcizar.
Pese a ello, López Obrador enumeró los principios que desea transmitir como su plataforma política. Anoche en el hotel Hilton frente a la Alameda Central, al aceptar su triunfo en las elecciones, seguía fiel al discurso que ha mantenido desde hace 18 años cuando inició su campaña por la presidencia. El más contundente es su insistencia en la lucha contra la corrupción y la impunidad. Prometió perseguir a los corruptos así sean sus propios colegas, amigos o sus familiares. “La corrupción no es un fenómeno cultural”, expresó.
Dijo también algo que deberá recordársele en todo momento, sea porque fracase —como reclamo legítimo—, o porque triunfe contra todo el lastre de la historia mexicana reciente y de la gente que le rodea: “Espero ser recordado como un buen presidente.”
El hecho es que si desea que se cumpla esa promesa, la más ambiciosa de todas, tendrá que empezar por perseguir, o por lo menos acotar implacablemente, a muchos de sus aparentes correligionarios.
Durante dos décadas ha criticado a la mafia en el poder; a partir del primero de diciembre él será la cabeza de ese poder en el que persiste, inmutable, impune, hambrienta, la mafia. También sentenció: “El buen juez por su casa empieza.”
¿Podrá desparasitarse de la mafia que ya lo rodea; o cuánto tiempo nos tomará decepcionarnos?


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