Crónica de una visita frustrada al SAT
Una serie de visitas al Servicio de Administración Tributaria revela la red de mentiras que los burócratas tejen para lidiar con la ira de los contribuyentes desmañanados.
Para cuando el sol sale en el Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México, una larga fila de contribuyentes modorros lleva horas esperando para hacer algún trámite fiscal en el edificio que hace esquina con la calle Rosales y resulta un monolito sin chiste frente al de la Lotería Nacional. Si el caballito amarillo, que bufa el hedor del drenaje subterráneo de la ciudad monstruo, pudiera hablar, probablemente les gritaría que no, que se vayan, que todo es una trampa. Pero no hay quien les advierta que el engaño no acaba en la media docena de vendedores listos y madrugadores que despachan desde plumas y memorias USB hasta tamales y yogur bebible a precios insultantes. El embuste ni siquiera ha comenzado, de hecho.
Para llegar a esa fila uno ya tiene que haber dado al menos una vuelta en vano. Porque, por supuesto, ha cometido la ingenuidad de hacer caso a la información oficial del directorio del Servicio de Administración Tributaria (SAT): atención de 8:30 a.m. a 4:00 p.m.
Como mucho, la suspicacia alcanzará para hacerle caso mejor a los horarios de Google, que suele saber más que el gobierno sobre sus propios asuntos: abierto de las 7 a.m. a las 4:30 p.m. Con la puntualidad, que es tesoro nacional, probablemente uno llegó en realidad a las 9:00 a.m. o a las 10:00 a.m., “total que cierran hasta la tarde”. Y se hallará con la mirada condescendiente del guardia y el primer anuncio de la verdad: “llegue a las 4:30 de la mañana, señorita, a las cinco por muy tarde”. En ese momento la sensación de engaño es apenas una premonición, un cosquilleo que se descarta porque el culpable es uno mismo, claro: ¿a quién se le ocurre creerle al horario de una dependencia oficial? Así que llega uno al día siguiente a las seis, que seguro el guardia estaba exagerando. Ahora sí lo dejan pasar a un vestíbulo del vestíbulo del vestíbulo a seguir haciendo fila. Dos horas más tarde le pegan a uno una calcomanía con un número escrito a mano y le dicen que sí lo van a atender… en la sala de cómputo. Algo huele mal, pero uno espera. Otras dos horas. En la sala de cómputo le dicen que intente hacer una cita en una de las terminales. Y no hay citas. Tercera vuelta: llegar a las 5:30 a.m. no sirve de nada, pero uno observa; las fichas buenas son las que tienen el número impreso, no las escritas a mano. Cuarta, quinta vuelta, tal vez he perdido la cuenta: cuando uno se queda a tres personas de una ficha “buena” y se ha levantado a las 4:00 a.m., se acaban los modales. A punta de reclamos, la hilera de casi sonámbulos se despierta y la ira cunde. Todos están ahí por asuntos de dinero, con ojeras y en ayunas, así que los empleados tienen razón de temer. La táctica de la sala de cómputo ya no les sirve y la de hacernos ilusiones con la sucursal a seis kilómetros y dos transbordos en el metro tiene el efecto de un insulto deliberado. Acorralado, el burócrata en turno suelta un dato de oro: “las citas se liberan en algún minuto entre las 8:30 a.m. y 9:00 a.m. Y al medio día y a la media noche”. Y así es, sólo que eso no lo dice ningún comunicado oficial.
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